La historia que inspiró el famoso cuento de hadas no comenzó con un espejo mágico ni con una manzana envenenada… sino con una niña nacida en 1729 en el castillo de Lohr, Alemania.
Su nombre era María Sofía Margarita Catalina von Erthal, una princesa de carne y hueso, cuya vida estuvo marcada más por la tragedia que por la fantasía.
De niña, la viruela la dejó parcialmente ciega. A los 12 años perdió a su madre. Dos años después, su padre se volvió a casar con una mujer que la historia local recuerda como altiva, dominante… y cruel. Una verdadera madrastra.
En el castillo había un espejo muy particular: un “espejo parlante” que, al hablarle, devolvía un eco envolvente. Aún existe. Se conserva como reliquia y muchos creen que fue la inspiración directa del espejo de la Reina Malvada.
Pero hay más.
María Sofía era querida por los trabajadores de las minas de su región, muchos de ellos de baja estatura por las duras condiciones y la explotación infantil. Vestían con abrigos largos y gorras puntiagudas, muy similares a los famosos "siete enanitos". Y la adoraban.
Murió joven, alrededor de los 21 años, por una enfermedad que la dejó postrada. En su funeral, los trabajadores del pueblo cubrieron su ataúd con pequeños cristales, como símbolo de su aprecio. No hubo un príncipe. Tampoco un beso. Solo el recuerdo de una joven noble y bondadosa.
Años después, los hermanos Grimm recogieron estos ecos y los transformaron en leyenda.
Blancanieves no nació en un cuento. Nació de la memoria colectiva de un pueblo.
Y aunque no tuvo un “felices para siempre”, su historia sigue viva, recordándonos que a veces, la verdad es más mágica que la ficción.